sábado, 21 de noviembre de 2009

Un rey que hace reinar

Una "impotencia" cultural
Celebrar hoy a Cristo Rey es más difícil que en 1925, cuando Pío XI instituyó esta fiesta. Salvando a la minoría que, apretando los dientes (y refunfuñando contra Pablo VI y Juan Pablo II), ha sabido seguir siendo monárquica, los católicos del siglo XXI somos tan culturalmente “democráticos” que nos es difícil encontrar en la figura del “rey” alguna connotación positiva. Esto se acentúa en un país como el nuestro, que consideramos que nació cuando “rompió las cadenas” de la corona española. En nuestra historia oficial, “realista” se contradice con “patriota, independiente, libre”. La libertad es lo que se consigue eliminando al “rey”. No solemos distinguir entre monarquía y tiranía: para nosotros no hay una que no termine en la otra. Sintomático de esta cultura es que los sistemas más dictatoriales y menos democráticos se embanderan también ellos en la “democracia” (piénsese, p. ej, en la República “Democrática” Alemana, en las elecciones “democráticas” de nuestro país fraudulentas o en las realizadas con el peronismo proscrito, y todavía hoy en las “democracias populares” comunistas).

Definitivamente, no nos hace gracia ver el poder concentrado en pocas personas, y menos en una sola. En la base de este sentimiento de anti-monarquía y anti-oligarquía hay una determinada concepción de qué es el “poder”. En el fondo me parece que todos adolecemos en mayor o menor medida de una suerte de “anti-arquía”: el poder es siempre algo negativo. No somos “an-arquistas”, sin más, por el hecho de que consideramos el poder algo indispensable para poder convivir los hombres. Pero entonces el poder es algo así como un “mal necesario”: cuanto menos concentrado, cuanto más diluido, tanto más soportable.

Esta concepción negativa del poder se deja ver en el generalizado miedo "posmoderno" a ejercer la autoridad: los padres no quieren ser padres sino “pares”; los maestros y directores no quieren ser maestros ni directores sino compañeros y amiguitos.

Pero también en la Iglesia se nos ha infiltrado esta noción: de ahí que encontremos muchas veces una verdadera “alergia al poder”, un rechazo visceral a la verticalidad, a los títulos, a los cargos, a las responsabilidades... Uno conoce, a veces, a sacerdotes que no quieren ser párrocos, curas que prefieren no ser llamados “padre” ni distinguirse por su hábito, pastores que se refugian en formas de conducción deliberativas, participativas, comunitarias, etc. para no tener que ejercer la autoridad. La concepción negativa del poder se nota incluso en cómo se concibe, no sólo el poder de la Iglesia, sino el mismo poder de Dios. Para algunos, también éste parece una amenaza... Más de una vez he oído cómo en la oración litúrgica se evita la fórmula "Dios todopoderoso" y se la reemplaza por "Dios todobondadoso", "Padre bueno", etc. Detrás de estas adaptaciones -sin duda motivadas por criterios pastorales- se esconde, me temo, una noción falaz del poder de Dios como algo amenazante y temible, como algo radicalmente opuesto a su bondad y a su cercanía.

Esta alergia a la autoridad es entendible como reacción a tantos abusos de poder, sea en el mundo, sea en la misma Iglesia. Pero que sea entendible no la hace ni buena ni conveniente. Se cumple aquí la vieja “ley de la reacción” que nos enseñaba el maestro Emilio Komar: “demasiada oposición es subordinación”. Con la demonización del poder y de la autoridad no arreglamos los abusos autoritarios del mundo ni de la Iglesia. Por el contrario: generamos confusión y anarquía, que no son sino el umbral del autoritarismo y la tiranía. Porque el poder está ahí, inevitable: tarde o temprano, las personas adultas se encuentran de hecho revestidas de alguna potestad, y si están enfermas de esta “alergia al poder”, no saben qué hacer: entonces, o bien se niegan a ejercerlo (generando un desgobierno que muy pronto se cristaliza en la tiranía del más fuerte), o bien lo ejercen tal como lo conciben: autoritariamente.

Cristo Rey como poder redentor y redención del poder
Gracias a Dios, la Palabra de Dios en la liturgia de Cristo Rey viene a liberarnos de este maniqueísmo del poder. A la destructividad infernal del poder humano (que se había mostrado como nunca antes en la “Gran Guerra” de 1914-1918), Pío XI no opuso una paz romántica, utópica y “anti-arquista”. El Papa, con los pies en la tierra, no condenó el poder, sino que señaló a Jesucristo Rey del Universo como paradigma del verdadero poder, que es el que viene de Dios.

La liturgia de Cristo Rey nos presenta, en dos textos apocalípticos (Dn 7, 13-14 y Ap 1, 4-8), a Jesús, el glorioso “Hijo del hombre”, como “Rey de los reyes”, como el “Todopoderoso”, Señor de todos los reinos de la tierra. Hasta aquí, podríamos pensar que el Señorío de Cristo y el Poder de Dios no son sino la proyección ultraterrena de esta concepción más humana y negativa del poder. Desesperados bajo la opresión de los poderosos de turno, nos consolamos pensando que Dios es más poderoso que ellos, y que al final se invertirán las cosas y Él les aplastará la cabeza a los que ahora se dedican a aplastársela a otros... Algo de esto, es verdad, está presente en toda literatura apocalíptica.

Pero el Apocalipsis glorifica a este "Príncipe de los reyes” no porque aniquiló a sus enemigos sino porque “nos amó, nos liberó de los pecados y nos hizo Reino, sacerdotes de su Dios y Padre”. Los reyes de la tierra necesitan aplastar y oprimir para “hacernos sentir su autoridad” (cf. Mc 10, 43) ... Jesús también tiene autoridad (cf. Mc 1, 22): tanta, que no necesita "hacérnosla sentir". Su autoridad cumple el sentido etimológico de la palabra "auctoritas", que viene del verbo augere, que significa "hacer crecer". El Hijo del hombre del Apocalipsis es Rey haciéndonos "reino", haciéndonos reyes. Es Rey haciéndonos no víctimas, sino sacerdotes. Es la lógica de Dios, la verdadera lógica del Amor, que “infunde respeto” no por la condena sino “por el perdón” (cf. Sal 129).

La realeza de Cristo revela el “estilo” de siempre de Dios, su Padre, que en su Amor le dio todo lo que era y tenía. La generosidad de este Rey muestra el corazón de Dios, que es la Vida dándonos la vida, que es el Ser dándonos el ser, que, a fin de cuentas, “es dándose”. Todo el Poder de Dios es Amor. No hay contradicción alguna entre su poder y su amor.

¿Qué hacemos nosotros, entonces, con el poder, con esta realeza que él mismo nos da? Dios nos mostró el Camino en su Hijo Jesús, que vivió el poder como hombre entre los hombres. Tomaremos aquí sólo dos aspectos de su enseñanza: por un lado, el poder como renuncia a las riquezas y a la propia voluntad; por otro, el poder como servicio. Ambos se pueden resumir en su obediencia de Hijo.

En el Monte de las tentaciones (Mt 4, 8y ss.) el Diablo le ofreció todos los reinos de la tierra: pero a las tentaciones de poder y ambición él antepuso siempre la obediencia al Padre. Sin embargo, la "renuncia" de Jesús no consistió en "abdicar" del poder, en la irresponsabilidad de desentenderse de él, sino en ejercerlo conforme la voluntad de su Padre. De hecho, usó de su poder sirviendo a los demás, como veremos a continuación. El extremo de la obediencia y el extremo de la renuncia se encuentran en el Monte de los Olivos y en el Monte Calvario: allí Jesús por obediencia al Padre renuncia incluso a su propia vida. Sólo entonces, después de haber purificado toda posesividad y renunciado a toda ambición, Jesús resucitado recibe del Padre “todo poder en el cielo y en la tierra”, como dice en el Monte de la misión (Mt 28, 16 y ss). Jesús parece enseñarnos que sólo tiene el poder quien sabe renunciar a usarlo para sí mismo, y lo usa para los demás. Es lo que los autores espirituales explicarán diciendo que "sólo poseemos aquello a lo que renunciamos". Es la ley fundamental de la vida de Jesús: "el que quiera guardar su vida, la perderá..." (Mc 8, 34).

El “Príncipe de los reyes de la tierra” (Ap 1, 5) que contemplamos glorioso en Daniel y el Apocalipsis es también el Rey del Evangelio de Juan, cuyo “reino no es de este mundo” (19, 36), el Rey de los judíos coronado de espinas. El es el "Príncipe", el primero de los reyes... ¿Qué significa eso "en cristiano"? "El que quiera hacerse grande entre ustedes deberá ser su servidor y el que quiera ser el primero deberá ser esclavo de todos" (Mc 10, 44). Por eso agrega el Apocalipsis que es un "Rey que nos hace Reino": en la tierra, Jesús estuvo en medio de nosotros "como el que sirve" (cf. Lc 22, 23): es decir, vivió tratándonos a todos “como a reyes”. Así ejerció su realeza: haciendo reyes a los demás mediante el servicio.

Él, hoy, quiere cumplir con nosotros la promesa hecha al Pueblo de la antigua Alianza (Ex 19, 6) y hacernos también a nosotros reyes, pero reyes a su estilo, reyes del “reino de la verdad y de la vida, reino de la santidad y de la gracia, reino de la justicia, del amor y de la paz” (Prefacio de Cristo Rey). El Apocalipsis, antes de mencionar que nos hace "reino", dice que "nos amó y nos liberó de los pecados". Para que podamos ser "reyes", Jesús nos desata de las cadenas del egoísmo y de la ambición, esas cadenas que nos ciegan porque nos hacen mirar a Dios y a los hombres como amenazas para el propio poder y para la propia libertad. Esta liberación la va consagrando en nosotros “el óleo de la alegría”, el Espíritu Santo, que nos empuja interiormente a "no vivir ya para nosotros mismos" (Plegaria eucarística IV), sino dando vida a los hermanos, sirviéndolos y tratándolos “como a reyes”, y de esa manera hacer crecer el Reino como lo hizo Jesús, nuestro Hermano y nuestro Rey, a quien sean la gloria, el honor y el poder por los siglos de los siglos. Amén.